"¿Ha leído usted a Poe, doctor? El mío también es un cuervo negro. Lo veo tras la ventana del salón, en uno de los árboles del jardín. Siento cómo me mira. Después, no me pregunte cómo, el mismo cuervo está posado en la librería, justo detrás de mí. No me gustan los pájaros, ¿sabe? De hecho, detesto que revoloteen en un sitio cerrado sobre mi cabeza. Me pone de los nervios".
Despierta sobresaltado en mitad de la noche. Todo está tranquilo, ella duerme a su lado, le da la espalda. No hay más ruido que el tictac del despertador, ese sonidito seco y constante que llena el vacío de sus madrugadas desde que el insomnio llegó para quedarse. Abrir los ojos y ser consciente del ritmo de la fina aguja al moverse le permite asirse a la tranquila realidad de la casa, aunque sólo sea durante unos segundos. Después, el tictac se disipa en lo cotidiano, queda relegado al fondo de ese instante y, sin desaparecer, suena desde lejos. Es entonces cuando siente miedo.
Al principio nunca está totalmente despierto. Pero eso es lo malo del insomnio. Uno nunca está lo suficientemente despierto ni lo suficientemente dormido. Pone un pie en el suelo. Aunque la madera es cálida, el temor irracional que oprime sus noches le hace sentir escalofríos. Reconoce esa sensación, se incorpora a tientas y avanza unos pasos hasta que identifica al fondo la tenue luz del acuario en el salón o escucha la danza de las burbujas en el agua. De nuevo, recuerda la espantosa escena y se estremece. Ya no sabe cuántas veces ha deseado borrarla de su mente, ni cuántas ha condenado el día en que la imaginó por primera vez. A estas alturas, ni siquiera recuerda si es la imagen la que le impide dormir o si la falta de sueño es lo que lleva a imaginar cosas extrañas. Todo es muy confuso desde que el insomnio irrumpió en sus madrugadas para quedarse. O desde que inventó a ese maldito cuervo.
Al principio, cuando sentía miedo, solía esconderse bajo las sábanas, cerraba los ojos, apretaba los puños y esperaba a que todo terminase. A veces incluso transcurrían horas, porque la imagen inundaba su mente hasta el colapso. Se repetía una y otra vez.
Preparado de nuevo para enfrentarse a su propia y cruel creación, avanza hasta el salón, se asoma a la ventana y allí, en uno de los árboles del jardín, está el cuervo, observándole. Siente cómo el miedo le paraliza. Sabe que si mira hacia atrás verá al pajarraco oscuro sobre la librería. Pero ya no puede hacer otra cosa y se gira con el rostro desencajado, pálido como un enfermo. Su mente es como una brújula despótica, absoluta.
"Después, doctor, noto sus garras sobre mi cabeza. Es horrible. Esas uñas afiladas y frías abriéndose hueco entre mi pelo. Casi no puedo soportarlo. Intento moverme, pero no puedo. Y el cuervo sigue posado sobre mí, del revés. Lo sé porque después me picotea la nuca y yo noto un hilo de sangre recorriéndome la espalda... Dios... Si pudiese dejar de pensarlo. Si pudiese dormir".
Despierta sobresaltado en mitad de la noche. Todo está tranquilo, ella duerme a su lado, le da la espalda y no hay más ruido que el tictac del despertador. Se deja llevar por el ritmo de la fina aguja al moverse. Tiene mucho sueño.
Un segundo, dos, tres.