15 de diciembre de 2009

El fin de las cosas


Se llamaba Freeman de apellido y no hubo nunca ecuación matemática que sirviese para calcular su fortuna, amasada en las oscuras cloacas del comercio mundial. Cada año figuraba en la lista de los hombres más ricos del planeta. Hubo un tiempo en que le apodaban 'Goldfinger'.

        Buscado por el FBI en los 80, fue prófugo de la justicia sin el más mínimo remordimiento, tuvo triple pasaporte y disfrutó de cada dólar como si fuese el primero. 'Bussines is bussines', solía decir. Tanto, que llegó a desafiar a las siete petroleras más poderosas del mundo y a controlar una producción superior a la de Kuwait. Violar tratados internacionales, sobornar a los poderosos, amenazar a los débiles y chantajear a los servicios de inteligencia fueron para él gajes del oficio.

        Pero la realidad hoy es otra. Refugiado en Francia, con 78 años y 60 delitos a sus espaldas por evasión de impuestos, apenas sale y viaja sólo a los lugares en los que tiene la certeza de que no será extraditado. Su cuenta corriente mengua como lo hacen sus ganas de seguir adelante. Si viviese cien años más, piensa, invertiría en parques eólicos, narcóticos y centrales nucleares. Pero éste ya no es su momento. Y su hijo está bien educado. Ha aprendido bien la lección. Sabe que venderse a la política, a la religión, o tener un mínimo de humanidad son cuestiones que deben medirse en pos del negocio.

Empuña sonriendo el cañón del arma corta contra su sién.
Sí.
Lo hará bien el pequeño Freeman.

25 de octubre de 2009

Noche de estreno

No sabes de lo que soy capazgrita.

El improperio rasga el exquisito susurro que gobierna el hall del hotel, sede de los invitados al festival de cine. La alterada autora del escándalo, ajena al evento cinematográfico y embarazada de cuatro meses, la ha tomado con el director de la película cuando éste le ha preguntado cordialmente si la silla a su lado estaba libre. Pensó que quizás existía una mínima posibilidad de arreglar las cosas, pero los hechos no sucedieron a su manera.

Mientras ella se escabulle entre la multitud, las miradas convergen en el autor de la película. Fuera llueve.

No se preocupen, era mi ex mujerbromea él para romper la tensión. Todos ríen, especialmente su acompañante, Marion, y la calma cool vuelve a reinar.

Nadie ha dicho que la vida de un director de cine sea fácil, así que deambula por el hall entre celebridades, periodistas y demás caras conocidas. Son gentes de carcajada contagiosa y cierta vocación intrusista. Se pregunta una y otra vez qué hace ella allí, precisamente la noche del estreno. Se pregunta, también, si va armada.

Ella. Fuente perpetua de encandilamiento tanto para sus amigos y admiradores como para sus enemigos. Y resulta que él lo era. Su peor enemigo, quizás. El padre de su futuro hijo. La persona que más despreciaba en este maldito mundo.

Intenta no pensar demasiado en el tema. Se ha librado del jet lag bañándose en el océano e intuye que la crítica a su nueva película será muy favorable. Pide un whisky solo, enciende un cigarrillo importado y se acerca a Marion para ofrecerle otro. Pasa el tiempo entre conversaciones banales hasta que, llegado el momento, se sienta en la última fila del anfiteatro. Una voz en off anuncia su presencia y un foco poderoso delata su ubicación.

Él devuelve un gesto de gratitud ante la cerrada ovación apenas dos segundos antes de que la bala le atraviese el pecho.


14 de septiembre de 2009

A media luz

DIARIO DE RORSCHACH
12 de octubre de 1985

"...Y hoy miraré hacia abajo y susurraré: 'No'. Todos ellos tuvieron su oportunidad. Podrían haber seguido los pasos de hombres buenos como mi padre, o el presidente Truman".

Watchmen | Capítulo I


Tenía la voz rota, grave como si retumbara en las paredes del infierno. El humo del cigarrillo flotaba en el ambiente y se diluía entre la tenue luz y su propio rostro.

¿Lo ves? Me miró con una sonrisa torcida que entendí a medias.
Claro.
¿Lo conoces de algo?
No.
¿No te suena de nada?
No. ¿Por qué?
Es un asesino sin escrúpulos.
—¿Cómo lo sabes?
Hace más de treinta años que estoy en el cuerpo.
¿Y por qué no lo encierras?
Porque lo he contratado.
En esta ciudad putrefacta no hay ni un maldito poli sensato.

28 de agosto de 2009

Tiempo

Le explicaron que el tiempo es lineal, que todas las cosas que tienen duración, es decir, todas las cosas, se sitúan en una misma línea. Los calendarios, le dijeron, también son lineales. Y eso de la reencarnación y la eterna rueda cósmica no es más que un cuento. Si no resuelves algo en esta vida, no esperes formar parte de una danza inacabada. Un día nacemos y otro moriremos. Sin más.

       Años después se adentró en el corazón de África. Le sorprendió que el día no se dividiera en horas y que el reloj dejase de tener sentido, como la plaga del estrés occidental. Comió cuando tenía hambre y no porque era la hora, vivió al ritmo de la naturaleza y de sus propios acontecimientos. Un día tuvo que hacer un viaje en autobús. A las once de la mañana le dijeron que no entendían lo que significaba 'hora de salida' y, efectivamente, el bus no inició la marcha hasta que no estuvo lleno, a las cuatro de la tarde. Se sorprendió a sí mismo sonriendo. En el bullicio de Madrid, la espera le habría irritado tanto que, con toda probabilidad, hubiese perdido los papeles entre hojas de reclamaciones.



        Fue entonces cuando detestó la idea de someterse a un presente continuo y a la obligación de poner siempre la mirada en el mañana. No quería vivir linealmente ni preguntarse cuál es la mejor formar de llenar el tiempo o de amortizarlo. Tampoco le pareció lógico haber perdido años manipulando instantes para encajar lo que en cada momento había decidido hacer, así que pensó que lo mejor era dejar de sentirse esclavo del presente, de su ritmo ineludible y su cronometría perfecta. Decidió abandonar para siempre la obsesión de construir compartimentos estanco en la evolución de su propia experiencia, y juró evitar aquello de 'un tiempo para cada cosa y cada cosa a su tiempo'. Entendió que la vida se expresa de forma discontinua, que no es homogénea, uniforme, armónica ni equilibrada.

       Regresó a casa y asumió de nuevo expectativas y obligaciones, pero dejó de contar las horas y de proyectar su futuro a corto plazo. Vivió, sin más. Y decidió que volvería de la playa cuando los niños estuvieran cansados, y no porque toca.

15 de julio de 2009

Talento

"Puedo contar historias de lujo, cocaína y billetes de los grandes,
pero también de fantasmas que no me dejan dormir"


Creció entre prostitutas, asesinos a sueldo y narcos que trafican con joyas, crack, alcohol y tabaco. La primera vez que vio al padrino, él puso frente a ella una botella de champán, dos copas y una caja metálica con un cortaplumas. Supongo que intuía que la chica tenía talento, y fue entonces cuando conoció las bondades del dinero, que la atraparon para siempre. Con el tiempo, aprendió a refugiarse en las mansiones en las que Bach suena de fondo y a abrir las carteras de los gordos adinerados. Los tíos listos siempre le dejaron a ella la venta de las cosas importantes.

Nadie de los de arriba se quejó nunca.

Adora los diamantes, miente como nadie y le gusta jugar a lo que sea. Seduce a los imbéciles perfumados y les hace creer que son importantes. Finge que hay pasión, bebe, esnifa y se esfuma cuando no hay dinero. Emigra cuando no hay futuro y es incapaz de amar. La última vez que la vi me dijo que discutía mucho con Dios, así que decidió acabar con él y deshacerse del cadáver. Desde entonces habla con libertad de sus historias de lujo, cocaína y billetes de los grandes, pero hay fantasmas que no la dejan dormir.

16 de junio de 2009

Café de noche

El único sitio en el que servían café a esas horas era el hostal de la esquina. Cuatro plantas, tres estrellas, terraza con palmeritas para turistas estresados y cafetera incombustible. Solía ir allí cada noche desde que Lucía me abandonó. Es curioso. Ella nunca dejó de criticar mi adicción a la cafeína y yo nunca dejé de lamentar mi soledad ante la taza imprescindible de café que bebía cada madrugada. No sé cómo no me di cuenta antes de que lo nuestro era imposible.

       Hacía un calor asfixiante esa noche, húmedo y denso, como de clima tropical. Apenas había puesto un pie en la entrada cuando Raúl me saludó desde la barra. Me senté en uno de los cuatro taburetes que quedaban libres. Y entonces la vi. Era una mujer joven, con elegante sombrero de ala ancha, carmín granate y un único guante negro. Parecía como sacada de los años veinte. Miré el reloj y eran las dos menos siete minutos de la madrugada. La señorita bebía café solo.

        No crucé una palabra con ella. Nunca. Me limité a hacer lo que siempre había hecho: sentarme en la barra del hostal, beber café y regresar a casa. Recé para que ella volviera a la noche siguiente. Y volvió. Me acompañó sin saberlo ante la soledad de mis madrugadas durante cinco días, pero no crucé una palabra con ella. Ni siquiera escuché su voz. Siguió impresionándome con sus sombreros de ala ancha, sus guantes largos y la marca de carmín granate en su taza de café solo, hasta que una noche desapareció para no volver nunca. Llegué a la misma hora de siempre, pero ella ya no estaba. Raúl me saludó desde la barra y me apresuré en preguntarle por la joven.

¿Qué joven?— fue su respuesta.

La chica que ha estado aquí esta semana. La del sombrero y los guantes. Esa que parecía como sacada de una novela de los años veinteacompañé mi torpe explicación con espontáneos y absurdos movimientos de manos, esforzándome por señalar una y otra vez el taburete que la chica misteriosa había ocupado noches atrás.

Creo que se está volviendo usted loco—. Raúl me miró extrañado, como esperando una respuesta coherente por mi parte.

Tardé unos segundos en reaccionar.

Es igual. Ponme un café solo.

8 de junio de 2009

La Brasserie Lipp

La anciana con sombrero elige cada día el mismo sitio, un banco de mimbre al fondo del restaurante donde mata el tiempo frente a una taza de café con leche que siempre se le queda frío. Lee la prensa con desgana. Es su forma habitual de matar el tiempo en Saint-Germain.

     La chica llega poco después de las cuatro. Lleva un minivestido blanco, medias negras hasta las rodillas y unas gafas de sol inmensas, el último grito en París. Se sienta sin cruzar las piernas en el mismo banco en el que la anciana lee Le Figaro y pide una botella de agua mineral con gas.


    Desde hace tres minutos, el fotógrafo observa sin ser visto. Dos generaciones, dos mundos, piensa. 

El abismo en un click.

La Brasserie Lipp
París, 1969
Henri Cartier-Bresson
O la importancia de captar el instante decisivo

30 de mayo de 2009

Vértigo

Abandonó el motel sin previo aviso. Lo busqué por la isla desesperadamente, pero sólo supe que lo habían visto con una joven en un garito a pie de playa, donde la droga se apodera de las noches con sus tenaces dedos. "Tenía pinta de ser una de esas veinteañeras que sueñan con alejarse para siempre de la rutina de estos pueblos tediosos y llenos de nada. De esas que se escabullen para evitar la decencia en los tiempos del orden". También oí que escaparon después. En barco, claro.

        Nunca volvió a la isla. Supongo que decidió ignorar a todos los que siguen afirmando que el océano es como la muerte, a quienes no se atreven a salir de aquí. Dejó un paquete de tabaco medio vacío, una libreta de cartón que él mismo había fabricado y algunas partituras. Se marchó tras el concierto. Cambió el rumbo. Olvidó el regreso.

     La última vez que lo vi interpretaba el concierto para violín y orquesta en re mayor de Tchaikovsky. Sobre el escenario. Recuerdo que siempre llevaba consigo ese pequeño cuaderno de madera y cartón, el que quiso olvidar junto a sus partituras. Encontré anotadas las fechas de sus conciertos, leí algunos poemas, repasé las señas de los moteles que compartimos, los lugares donde fue feliz, sus dibujos. Y al final, en la última página, sólo dos frases:

"La ciudad tiene el alma de todos en una especie de burbuja que susurra más fuerte que el mar. Los viejos dicen que es como un abismo para la especie humana, pero no entienden que uno sólo siente vértigo cuando sabe que es libre". 

Les dije a los demás que no pude encontrarlo.

20 de mayo de 2009

Baratijas futiles

A veces siento que vivo vapuleada por los discursos que vienen desde arriba y que apenas reconozco. Tiendo a criticar la todopoderosa mano de nuestro implacable sistema y al mismo tiempo formo parte de esta máquina gigantesca que impide al ciudadano medio distinguir la paja del grano. Esta mañana he visto un anuncio de champú en una revista, con extracto de camomila, mandarina, miel y flores de no sé dónde. Pues bien, aunque era absurdamente caro, aunque en mi ducha había otro medio lleno, aunque no necesitaba más ni sabía la procedencia de las flores, maldita sea, lo he comprado. Y tener los dos botes innecesarios de champú me ha hecho pensar que la diferentes verdades de entre aquello que nos venden como la única verdad posible, en aquel momento, se habían esfumado sin remedio para mí.

Un espejismo de una sociedad libre... En otras palabras.

A veces me siento como un subproducto con vida o un engranaje andante más de este sistema, que se enriquece conmigo y me ofrece a cambio baratijas futiles para mantenerme contenta.

O miedos inconscientes, que es aún peor.

Me pregunto si yo también soy parte inevitable de ese todo en el que no encontraré más que valores degradados y referentes perdidos en el baúl de la historia.

Si pudiera al menos decidir en qué dirección moverme... Pero no. El atajo del éxito basado en el consumo me ha hecho perder progresivamente la inocencia, y veo cómo a mi lado todo el mundo avanza sobre las cabezas de los demás.

Creo que estamos jugando al revés, empequeñeciendo la vida, perdiendo el tiempo con minucias vagando con un pensamiento único que es tan letal como el del Gran Hermano de George Orwell.

Y desconozco el fin del camino... Sólo se me ocurre seguir leyendo.

En definitiva, los buenos libros son los que siempre me han sacado de la estupidez.
Incluso después de comprar un champú innecesario.

21 de abril de 2009

Espacios cerrados

En las habitaciones llenas de vida, los muros son testigos indiscutibles del devenir de las cosas. Absorben nuestros secretos y contemplan inertes la marea que viene y va.

Si las paredes hablasen... 

21 de marzo de 2009

Insomnio

"¿Ha leído usted a Poe, doctor? El mío también es un cuervo negro. Lo veo tras la ventana del salón, en uno de los árboles del jardín. Siento cómo me mira. Después, no me pregunte cómo, el mismo cuervo está posado en la librería, justo detrás de mí. No me gustan los pájaros, ¿sabe? De hecho, detesto que revoloteen en un sitio cerrado sobre mi cabeza. Me pone de los nervios".

         Despierta sobresaltado en mitad de la noche. Todo está tranquilo, ella duerme a su lado, le da la espalda. No hay más ruido que el tictac del despertador, ese sonidito seco y constante que llena el vacío de sus madrugadas desde que el insomnio llegó para quedarse. Abrir los ojos y ser consciente del ritmo de la fina aguja al moverse le permite asirse a la tranquila realidad de la casa, aunque sólo sea durante unos segundos. Después, el tictac se disipa en lo cotidiano, queda relegado al fondo de ese instante y, sin desaparecer, suena desde lejos. Es entonces cuando siente miedo.

        Al principio nunca está totalmente despierto. Pero eso es lo malo del insomnio. Uno nunca está lo suficientemente despierto ni lo suficientemente dormido. Pone un pie en el suelo. Aunque la madera es cálida, el temor irracional que oprime sus noches le hace sentir escalofríos. Reconoce esa sensación, se incorpora a tientas y avanza unos pasos hasta que identifica al fondo la tenue luz del acuario en el salón o escucha la danza de las burbujas en el agua. De nuevo, recuerda la espantosa escena y se estremece. Ya no sabe cuántas veces ha deseado borrarla de su mente, ni cuántas ha condenado el día en que la imaginó por primera vez. A estas alturas, ni siquiera recuerda si es la imagen la que le impide dormir o si la falta de sueño es lo que lleva a imaginar cosas extrañas. Todo es muy confuso desde que el insomnio irrumpió en sus madrugadas para quedarse. O desde que inventó a ese maldito cuervo.

       Al principio, cuando sentía miedo, solía esconderse bajo las sábanas, cerraba los ojos, apretaba los puños y esperaba a que todo terminase. A veces incluso transcurrían horas, porque la imagen inundaba su mente hasta el colapso. Se repetía una y otra vez.
Preparado de nuevo para enfrentarse a su propia y cruel creación, avanza hasta el salón, se asoma a la ventana y allí, en uno de los árboles del jardín, está el cuervo, observándole. Siente cómo el miedo le paraliza. Sabe que si mira hacia atrás verá al pajarraco oscuro sobre la librería. Pero ya no puede hacer otra cosa y se gira con el rostro desencajado, pálido como un enfermo. Su mente es como una brújula despótica, absoluta.

"Después, doctor, noto sus garras sobre mi cabeza. Es horrible. Esas uñas afiladas y frías abriéndose hueco entre mi pelo. Casi no puedo soportarlo. Intento moverme, pero no puedo. Y el cuervo sigue posado sobre mí, del revés. Lo sé porque después me picotea la nuca y yo noto un hilo de sangre recorriéndome la espalda... Dios... Si pudiese dejar de pensarlo. Si pudiese dormir".

        Despierta sobresaltado en mitad de la noche. Todo está tranquilo, ella duerme a su lado, le da la espalda y no hay más ruido que el tictac del despertador. Se deja llevar por el ritmo de la fina aguja al moverse. Tiene mucho sueño.
Un segundo, dos, tres.

16 de marzo de 2009

Hilando pensamientos

La Melancolía es el placer de estar triste
Victor Hugo


El silencio no me pesa y sólo los rayos del sol consiguen alcanzarme. Lo noto en la piel. Sol de otro invierno que agoniza. Me preguntas por qué creo que a la gente le preocupa tanto el tiempo que va a hacer. Respondo que quizás sea porque el clima esconde siempre la falsa ilusión de variedad en nuestras vidas, que son frecuentemente monótonas y están plagadas de momentos que se repiten o que se parecen a otros momentos. En definitiva, la rutina nos ha absorbido a todos alguna vez. El clima, sin embargo, siempre es cambiante. Sol, nieve, lluvia, viento. Una vez leí que lo peor es cuando ese sentimiento de repetición se traslada al amor. Sabes que estás en una fase o en otra porque ya lo has vivido, y esperas con anhelo y desilusión a partes iguales el último tramo, en el que dicen que ya nada importa. También leí que entonces te sientes un poco más viejo.


Me dejo llevar por el hilo de estos pensamientos torpes que se presentan sin orden definido e imagino que así será la neblina que flota en torno a mi subconsciente. Allí busco desde hace tiempo los mapas de los sueños que un día desplegamos. Te pregunto si te acuerdas y me miras de soslayo. No sé dónde los habré puesto, pero da igual. Puedo permanecer callada y volver con el equipaje a medias, como ya he hecho antes, convencida de que merece la pena seguir buscando en ti lo certero del pasado. A veces así lo siento. Me dices que a estas alturas no sabes muy bien dónde está el norte, pero que aún distingues sollozos pasionales de entre aquellos que surgieron del llanto. Me pregunto si será esta distancia irreal la que hace que nos estemos idealizando falsamente, con la misma intensidad con la que se suele idealizar a los muertos. No encuentro respuesta. Hoy sólo sé que la melancolía, en el fondo, es como una tristeza que no duele.

11 de marzo de 2009

Desde el tejado

Desde el tejado la ciudad parece otra. La luz es más intensa durante el día y el viento avanza libre para colarse susurrando entre las sábanas recién limpias que se secan en las solanas. Descubro que los geranios que crecen en las terrazas viejas del sur son aún más hermosos que los que veo a pie de calle. Los pájaros están más cerca y los edificios se presentan sin orden definido. Parece como si alguien los hubiese puesto ahí al azar, al igual que los árboles. El horizonte está más lejos y la ciudad se me antoja por partes incoherente. La distancia hace que el bullicio de la calle se transforme en un murmullo inaccesible.




De noche, las azoteas de los edificios dibujan siniestras siluetas sobre fondo siempre oscuro. Sólo la luna hace visibles los objetos y dirige el rumbo lento de las sombras fantasmales. Condenadas a alumbrar sin importancia, las farolas son apenas pequeños puntos de luz que se ordenan a lo lejos. Casi todos duermen. Soy más consciente del silencio interrumpido por el canto de las aves nocturnas. 
Sólo las lámparas de los insomnes permanecen encedidas.
Los gatos ponen a prueba su equilibrio.
El viento ya no sopla.

27 de enero de 2009

Gato

Del gato me gusta su carácter independiente, la facilidad con que salta sigiloso del diván al tejado y lo sinuoso de sus movimientos. Me gusta porque obedece sólo cuando quiere, es hábil y simula dormir para observar.
Me gusta por ser casi melancolía, por pasar veladas enteras complacido por el silencio.
Me gusta por su dignidad.
Alguien dijo alguna vez que la elegancia quiso cuerpo y vida, y por eso se transformó en gato.


25 de enero de 2009

El último cigarrillo

McKinley miró por la ventana. Sabía que era cuestión de tiempo. A esas alturas, puede que fuese el único que permanecía con vida en el edificio. La capital ya había sido tomada y cientos de cadáveres yacían bajo los escombros en el exterior. La calma que abraza el aire tras la batalla perdida a veces es mucho peor que el estruendo de la guerra, pensó. Escuchó pasos en la escalera y un escalofrío le recorrió la espalda. Derrotado, se dejó caer en su ajado sillón de cuero. Encendió el último cigarrillo de su vida. Lentamente. Quienquiera que fuese se detuvo tras la puerta, giró el pomo y abrió. Mis excusas, dijo desde la entrada. Nunca había matado a una mujer tan hermosa. McKinley sintió la muerte de Eva como la suya propia. Ya nada importaba. Urdir los hilos del viejo continente siempre fue una ilusión, contestó. Dos segundos después, el silenciador hizo del disparo un susurro. La calma que abraza el aire tras la batalla perdida a veces es mucho peor que el estruendo de la guerra.

19 de enero de 2009

El eco de lo intangible

La música puede dar nombre a lo innombrable 
y comunicar lo desconocido
Leonard Bernstein