McKinley miró por la ventana. Sabía que era cuestión de tiempo. A esas alturas, puede que fuese el único que permanecía con vida en el edificio. La capital ya había sido tomada y cientos de cadáveres yacían bajo los escombros en el exterior. La calma que abraza el aire tras la batalla perdida a veces es mucho peor que el estruendo de la guerra, pensó. Escuchó pasos en la escalera y un escalofrío le recorrió la espalda. Derrotado, se dejó caer en su ajado sillón de cuero. Encendió el último cigarrillo de su vida. Lentamente. Quienquiera que fuese se detuvo tras la puerta, giró el pomo y abrió. Mis excusas, dijo desde la entrada. Nunca había matado a una mujer tan hermosa. McKinley sintió la muerte de Eva como la suya propia. Ya nada importaba. Urdir los hilos del viejo continente siempre fue una ilusión, contestó. Dos segundos después, el silenciador hizo del disparo un susurro. La calma que abraza el aire tras la batalla perdida a veces es mucho peor que el estruendo de la guerra.