30 de mayo de 2009

Vértigo

Abandonó el motel sin previo aviso. Lo busqué por la isla desesperadamente, pero sólo supe que lo habían visto con una joven en un garito a pie de playa, donde la droga se apodera de las noches con sus tenaces dedos. "Tenía pinta de ser una de esas veinteañeras que sueñan con alejarse para siempre de la rutina de estos pueblos tediosos y llenos de nada. De esas que se escabullen para evitar la decencia en los tiempos del orden". También oí que escaparon después. En barco, claro.

        Nunca volvió a la isla. Supongo que decidió ignorar a todos los que siguen afirmando que el océano es como la muerte, a quienes no se atreven a salir de aquí. Dejó un paquete de tabaco medio vacío, una libreta de cartón que él mismo había fabricado y algunas partituras. Se marchó tras el concierto. Cambió el rumbo. Olvidó el regreso.

     La última vez que lo vi interpretaba el concierto para violín y orquesta en re mayor de Tchaikovsky. Sobre el escenario. Recuerdo que siempre llevaba consigo ese pequeño cuaderno de madera y cartón, el que quiso olvidar junto a sus partituras. Encontré anotadas las fechas de sus conciertos, leí algunos poemas, repasé las señas de los moteles que compartimos, los lugares donde fue feliz, sus dibujos. Y al final, en la última página, sólo dos frases:

"La ciudad tiene el alma de todos en una especie de burbuja que susurra más fuerte que el mar. Los viejos dicen que es como un abismo para la especie humana, pero no entienden que uno sólo siente vértigo cuando sabe que es libre". 

Les dije a los demás que no pude encontrarlo.

20 de mayo de 2009

Baratijas futiles

A veces siento que vivo vapuleada por los discursos que vienen desde arriba y que apenas reconozco. Tiendo a criticar la todopoderosa mano de nuestro implacable sistema y al mismo tiempo formo parte de esta máquina gigantesca que impide al ciudadano medio distinguir la paja del grano. Esta mañana he visto un anuncio de champú en una revista, con extracto de camomila, mandarina, miel y flores de no sé dónde. Pues bien, aunque era absurdamente caro, aunque en mi ducha había otro medio lleno, aunque no necesitaba más ni sabía la procedencia de las flores, maldita sea, lo he comprado. Y tener los dos botes innecesarios de champú me ha hecho pensar que la diferentes verdades de entre aquello que nos venden como la única verdad posible, en aquel momento, se habían esfumado sin remedio para mí.

Un espejismo de una sociedad libre... En otras palabras.

A veces me siento como un subproducto con vida o un engranaje andante más de este sistema, que se enriquece conmigo y me ofrece a cambio baratijas futiles para mantenerme contenta.

O miedos inconscientes, que es aún peor.

Me pregunto si yo también soy parte inevitable de ese todo en el que no encontraré más que valores degradados y referentes perdidos en el baúl de la historia.

Si pudiera al menos decidir en qué dirección moverme... Pero no. El atajo del éxito basado en el consumo me ha hecho perder progresivamente la inocencia, y veo cómo a mi lado todo el mundo avanza sobre las cabezas de los demás.

Creo que estamos jugando al revés, empequeñeciendo la vida, perdiendo el tiempo con minucias vagando con un pensamiento único que es tan letal como el del Gran Hermano de George Orwell.

Y desconozco el fin del camino... Sólo se me ocurre seguir leyendo.

En definitiva, los buenos libros son los que siempre me han sacado de la estupidez.
Incluso después de comprar un champú innecesario.