El único sitio en el que servían café a esas horas era el hostal de la esquina. Cuatro plantas, tres estrellas, terraza con palmeritas para turistas estresados y cafetera incombustible. Solía ir allí cada noche desde que Lucía me abandonó. Es curioso. Ella nunca dejó de criticar mi adicción a la cafeína y yo nunca dejé de lamentar mi soledad ante la taza imprescindible de café que bebía cada madrugada. No sé cómo no me di cuenta antes de que lo nuestro era imposible.
Hacía un calor asfixiante esa noche, húmedo y denso, como de clima tropical. Apenas había puesto un pie en la entrada cuando Raúl me saludó desde la barra. Me senté en uno de los cuatro taburetes que quedaban libres. Y entonces la vi. Era una mujer joven, con elegante sombrero de ala ancha, carmín granate y un único guante negro. Parecía como sacada de los años veinte. Miré el reloj y eran las dos menos siete minutos de la madrugada. La señorita bebía café solo.
No crucé una palabra con ella. Nunca. Me limité a hacer lo que siempre había hecho: sentarme en la barra del hostal, beber café y regresar a casa. Recé para que ella volviera a la noche siguiente. Y volvió. Me acompañó sin saberlo ante la soledad de mis madrugadas durante cinco días, pero no crucé una palabra con ella. Ni siquiera escuché su voz. Siguió impresionándome con sus sombreros de ala ancha, sus guantes largos y la marca de carmín granate en su taza de café solo, hasta que una noche desapareció para no volver nunca. Llegué a la misma hora de siempre, pero ella ya no estaba. Raúl me saludó desde la barra y me apresuré en preguntarle por la joven.
—¿Qué joven?— fue su respuesta.
—La chica que ha estado aquí esta semana. La del sombrero y los guantes. Esa que parecía como sacada de una novela de los años veinte—acompañé mi torpe explicación con espontáneos y absurdos movimientos de manos, esforzándome por señalar una y otra vez el taburete que la chica misteriosa había ocupado noches atrás.
—Creo que se está volviendo usted loco—. Raúl me miró extrañado, como esperando una respuesta coherente por mi parte.
—La chica que ha estado aquí esta semana. La del sombrero y los guantes. Esa que parecía como sacada de una novela de los años veinte—acompañé mi torpe explicación con espontáneos y absurdos movimientos de manos, esforzándome por señalar una y otra vez el taburete que la chica misteriosa había ocupado noches atrás.
—Creo que se está volviendo usted loco—. Raúl me miró extrañado, como esperando una respuesta coherente por mi parte.
Tardé unos segundos en reaccionar.
—Es igual. Ponme un café solo.