15 de diciembre de 2009

El fin de las cosas


Se llamaba Freeman de apellido y no hubo nunca ecuación matemática que sirviese para calcular su fortuna, amasada en las oscuras cloacas del comercio mundial. Cada año figuraba en la lista de los hombres más ricos del planeta. Hubo un tiempo en que le apodaban 'Goldfinger'.

        Buscado por el FBI en los 80, fue prófugo de la justicia sin el más mínimo remordimiento, tuvo triple pasaporte y disfrutó de cada dólar como si fuese el primero. 'Bussines is bussines', solía decir. Tanto, que llegó a desafiar a las siete petroleras más poderosas del mundo y a controlar una producción superior a la de Kuwait. Violar tratados internacionales, sobornar a los poderosos, amenazar a los débiles y chantajear a los servicios de inteligencia fueron para él gajes del oficio.

        Pero la realidad hoy es otra. Refugiado en Francia, con 78 años y 60 delitos a sus espaldas por evasión de impuestos, apenas sale y viaja sólo a los lugares en los que tiene la certeza de que no será extraditado. Su cuenta corriente mengua como lo hacen sus ganas de seguir adelante. Si viviese cien años más, piensa, invertiría en parques eólicos, narcóticos y centrales nucleares. Pero éste ya no es su momento. Y su hijo está bien educado. Ha aprendido bien la lección. Sabe que venderse a la política, a la religión, o tener un mínimo de humanidad son cuestiones que deben medirse en pos del negocio.

Empuña sonriendo el cañón del arma corta contra su sién.
Sí.
Lo hará bien el pequeño Freeman.