Abandonó el motel sin previo aviso. Lo busqué por la isla desesperadamente, pero sólo supe que lo habían visto con una joven en un garito a pie de playa, donde la droga se apodera de las noches con sus tenaces dedos. "Tenía pinta de ser una de esas veinteañeras que sueñan con alejarse para siempre de la rutina de estos pueblos tediosos y llenos de nada. De esas que se escabullen para evitar la decencia en los tiempos del orden". También oí que escaparon después. En barco, claro.
Nunca volvió a la isla. Supongo que decidió ignorar a todos los que siguen afirmando que el océano es como la muerte, a quienes no se atreven a salir de aquí. Dejó un paquete de tabaco medio vacío, una libreta de cartón que él mismo había fabricado y algunas partituras. Se marchó tras el concierto. Cambió el rumbo. Olvidó el regreso.
La última vez que lo vi interpretaba el concierto para violín y orquesta en re mayor de Tchaikovsky. Sobre el escenario. Recuerdo que siempre llevaba consigo ese pequeño cuaderno de madera y cartón, el que quiso olvidar junto a sus partituras. Encontré anotadas las fechas de sus conciertos, leí algunos poemas, repasé las señas de los moteles que compartimos, los lugares donde fue feliz, sus dibujos. Y al final, en la última página, sólo dos frases:
"La ciudad tiene el alma de todos en una especie de burbuja que susurra más fuerte que el mar. Los viejos dicen que es como un abismo para la especie humana, pero no entienden que uno sólo siente vértigo cuando sabe que es libre".