Las niñas, de pequeñas, compartimos bocadillo en el recreo. Nos gusta ponernos perdidas con los restos de acuarela y soñamos con ser una princesa medieval. A veces lloramos de manera inconsolable y nos detenemos en la sílaba estática del llanto. Otras, sin embargo, palpitamos de emoción, ajenas a la miseria, o nos entregamos a la mudez de las piedras sin tener miedo al reproche. Cuando nos enfadamos, miramos con furia y a cierta distancia.
Las niñas, de pequeñas, nos dejamos de rodeos. No sabemos qué son la paciencia, la virtud o la lujuria, ni entendemos de marcas de cigarrillos. Tampoco conocemos las fronteras entre este mundo y lo inasible, y en ese perímetro constante, lo somos todo. La memoria es una sombra muda sobre la que aún no sabemos balancearnos. Y el miedo, claro, otra cosa. Aún es demasiado pronto para saber que la muerte impera en todo lo que vive, y los monstruos existen sólo de madrugada.