Hay una tristeza que cae de repente como agua tibia,
una tristeza adelantada,
que es preludio de la muerte.
Saber que las cosas duran a través de un tiempo,
que es el tiempo del mundo,
y que por eso mismo acaban.
Sentir,
tan dentro,
la fragilidad con la que está construido todo,
incluso nuestra memoria,
y envenenarse con la reacción química
de la emoción más profunda
o buscar,
sin éxito,
una cura contra el tiempo
cada vez que escribimos,
por ejemplo,
o hacemos fotos.
Hay una tristeza que implora
cenizas de la infancia
y trazas del vaivén de aquel columpio.
Y así,
en la penumbra de esta tristeza,
permanezco helada y quieta
sin atreverme a escribir
un final.