Nadie me preparó para enfrentarme al
trabajo precario, la corrupción, la mentira, el paro y el fracaso de las reformas educativas, así, en plural. Nadie me
habló de la crisis ni de esta población adormecida, tan flaca de
emociones. Nadie mentó a los políticos que hoy tejen sogas para
ahorcarnos, y nada supe de las impurezas que sostienen el blanco como
algo creíble. Me dijeron que mentir y robar estaba mal, que era el
camino del fracaso. Ja.
Fui una estudiante modelo. Aprendí
inglés, fui al conservatorio, me licencié. Sin ser consciente de
que en la frente de los hombres brillaban ideas torcidas, luché con
mi generación. Quisimos ser músicos, arquitectos, directores de
cine, criminólogos, periodistas. Llenamos la mochila de ilusiones y
alcanzamos nuestro sueño.
Ahora tengo 28 años, que es algo más, que son casi 29, que soy yo dilucidando qué puede ser de mí, qué puedo hacer conmigo. Pero ni rastro de la casa con
jardín ni de la pareja de coches. Todo era mentira.
Y como ya no comprendo ningún idioma,
suelo llamar a mis padres, que viven lejos de aquí, y en un quejido inherente, casi infantil, les digo:
—Cuántas cicatrices...
—Te hacen más alta—me contestan.
Entonces pienso que al menos pude independizarme a los veintitantos, que tengo un apartamento alquilado, una bicicleta y un gato que con un simple gesto de llave acude y ronronea, y que si formo parte del pequeño porcentaje de jóvenes a los que les dejan trabajar, tan malo no será.
En agradecimiento,
a veces,
pongo mis discos de rock.