13 de febrero de 2011

Farol

Vi por primera vez al Mago cuando tenía veinte años. Fue en el invierno de 1949. Había oído hablar de él antes, y recuerdo su Porsche aparcado junto al casino, casi a modo de insulto. Yo no llevaba mucho tiempo en esto y aún me sentía incómodo en aquella sala de penumbra y vicio: detestaba el olor de los habanos, no me gustaba el whisky solo y contaba los dólares con poca soltura.

Con las cartas, eso sí, era otra cosa.

    Aquella noche le vi apostar billetes de los grandes como si fuesen de mentira. Sólo algunos hombres llegan a ser tan poderosos como para subestimar así el dinero, y quise ser poderoso. Heredé su frialdad, que me empapó como si me hubiese engendrado.

Cambié para siempre el rumbo.

      Dieciséis años después hay mucho más dinero en la mesa de lo que jamás había apostado. Frente a mí, sólo el Mago. Y de fondo el peso de la última mano de la partida, el regusto a whisky caro y la bruma espesa de los habanos haciendo más denso el aire. 

       Doblo la apuesta. Hay muchas fichas en juego y al aire le falta oxígeno. Me pesan la solemnidad, el rito, la burla al azar. Él me mira a los ojos, cree que llevo una buena mano.

Las cartas ponen el punto y seguido a la noche.

      Alguien dice detrás de mí: "No tiene nada". Yo no dejo de mirar al frente y saboreo mi respuesta: "Se equivoca, caballero, lo tengo todo".

4 de febrero de 2011