19 de agosto de 2019

Mi parto natural sin epidural

Dirás que estoy loca, pero le tenía más miedo al pinchazo en la columna que al dolor mismo del parto. La idea de dar a luz de manera natural me rondaba la cabeza, pero la verdad es que no tenía un plan de parto estrictamente establecido. Más de una vez intenté escribir lo que me gustaría que sucediera, pero siempre acababa llegando a la conclusión de que quizás era mejor dejarle a la naturaleza su espacio y que fuese en definitiva la vida misma la que decidiese qué iba a suceder.

A veces miraba al cielo, como si ese gesto pudiera conectarme con todas las mujeres que han traído hijos al mundo de manera natural a lo largo de los siglos, y solía decirme a mí misma que si ellas supieron hacerlo, yo también. 

Tenía anotadas varias frases en presente y en positivo, y solía leerlas por las noches o repetirlas en alto. 

Mi cuerpo y mi mente están preparados para parir de manera natural. 

Las contracciones durante el parto me dan la fuerza que necesito para dar a luz.

Estoy tranquila y relajada porque sé lo que debo hacer en cada momento del parto.

Y cosas así. 

Primeras contracciones


Sentí la primera contracción pasadas las 6 de la mañana. Intenté volver a dormirme, pero a los 25 minutos se repitió y ya no pude conciliar el sueño. Estaba alerta pero tranquila, así que desayuné e incluso terminé de escribir un post en nuestro blog de viajes. Como no eran contracciones dolorosas, sino pequeñas molestias que se repetían cada 20 minutos, no tenía yo muy claro si había llegado el momento o no hasta que fui al baño y vi que estaba sangrando un poco. 

Creo que estoy de parto, le dije a Antonio, y para celebrarlo puse un tema de Bob Marley que me da muy buen rollo. «Don’t worry about a thing, cause every little thing gonna be all right», dice la letra. Bailé y todo. 

Pasaron varias horas y a medio día la cosa ya estaba más que clara. Las contracciones eran más dolorosas y se repetían cada 15 o 10 minutos y, como volví a sangrar un poco, decidimos llamar a una tía de Antonio que es enfermera y que nos tranquilizó diciéndonos que si no era muy abundante tuviéramos paciencia, porque probablemente estaría expulsando el tapón mucoso. 

En realidad esto ya lo sabíamos, pero siempre te da más seguridad escucharlo de boca de una profesional, y como nuestro objetivo era aguantar en casa hasta que las contracciones se repitiesen cada 5 minutos, nos tranquilizó bastante su mensaje. 

Como no había roto aguas y nos sentíamos bastante bien, decidimos esperar un poco más. Que si me dolía mucho, te preguntarás. Pues para mí era como un dolor de regla fuerte mezclado con un lumbago también interesante, pero como las contracciones iban, venían y al principio eran bastante espaciadas en el tiempo, la situación no se me hacía insoportable, la verdad.



En las clases de preparación al parto nos habían dicho que bebiésemos agua y comiésemos antes de ir al hospital, pero yo tenía hambre nivel menos siete, así que la ensalada que preparó Antonio se la terminó comiendo solo él, pobre, y así fue avanzando la tarde hasta que llegó un momento en que me resultaba muy incómodo estar quieta o sentada, y ni siquiera en la pelota de pilates encontraba yo mi postura. 


Contracciones dolorosas 


Cada vez que me daba una contracción, me agarraba con las dos manos al tirador de la puerta del horno e intentaba respirar lo más relajadamente posible. Suena cómico, pero es que me dio por ahí. El resto del tiempo el cuerpo me pedía estar en movimiento, y este fue otro indicador que me hizo pensar que igual lo de quedarme tumbada en una cama con la epidural puesta no era lo más conveniente en mi caso.

Sobre las 17:30 horas las contracciones ya se repetían cada 5 minutos y eran bastante dolorosas, así que decidimos que había llegado el momento de ir al hospital. Mi gran miedo entonces era que me dijeran que había dilatado muy poco y que me mandaban para casa o algo así, pero cuando llegamos y me exploraron me dijeron que tenía el cuello del útero muy blandito y que había dilatado 7 centímetros. Incluso las matronas me felicitaron porque hacía años que no veían a una primeriza llegar en un estado tan avanzado y sin perder los papeles. 

Somos unos campeones, me dije, y me dio tal subidón que me sentí como Superwoman. Fue entonces cuando me planteé muy en serio lo de no ponerme la epidural. 

Balanceé la situación. 

Por un lado, seguir dilatando en movimiento, poder darme una ducha calentita y parir en la postura que quisiera, eso sí, sintiéndolo todo tal y como a mami naturaleza se le antojara. Y por el otro lado, pinchazo en la columna, dejar de sentir las piernas, probable sonda y parto sin dolor. 

Elegí lo primero. 

Sala de dilatación


La sala de dilatación en la que estuvimos molaba mucho. Tenía un cuarto de baño con ducha independiente, una cama y un sillón, y como yo podía caminar libremente no me pusieron los monitores todo el rato, sino que me acercaban el aparato a la barriga cada cierto tiempo para comprobar si el latido de Hugo iba bien. 

La ducha calentita me ayudó a dilatar del todo, así que llegué a los 10 centímetros sin romper la bolsa, cosa que por lo visto es guay porque amortigua y duele menos. A estas alturas, cada vez que me daba una contracción el cuerpo me pedía empujar y yo veía un poco las estrellas. 

Lo mejor es que tuve la enorme suerte de contar con la matrona de mis sueños, una mujer a la que recordaré como una especie de ángel de la guarda por los siglos de los siglos y que respetó todas y cada una de las decisiones que fui tomando. Antonio fue también un gran coach y estuvo tranquilo y superpendiente de todo. Es un crack. 

La matrona de mis sueños me dijo que si todo seguía así de bien podría dar a luz allí mismo, en la sala de dilatación, y no tener que ir a paritario, y que si el cuerpo me pedía empujar lo hiciera, porque nadie sabe más que mami naturaleza. 

Recuerdo que una de las veces que yo ya empujaba Antonio creyó ver la cabeza de Hugo asomando, y resultó que aquello era la bolsa, que salía como una especie de globo de agua y luego volvía a su sitio. Muy heavy todo, sí. 

Para mí, esta última etapa antes del expulsivo fue quizás la más dura. Cuando por fin rompí la bolsa no fue en plan chorro de agua máximo, si no que salió solo un poco, como si se hubiera agrietado por una parte solo. Lo malo es que el líquido no era del todo limpio, lo que significaba que había meconio, una fea palabreja que añadió un punto de estrés a nuestro parto zen. 

El latido seguía perfecto, pero me dijeron que habría que ir a paritario y que cuando Hugo naciera no me asustase si no me lo ponían encima del tirón, porque tendrían que aspirarle por si había hecho el intento de tragar algo. Entonces decidimos poner música de meditación y llevar esto del mejor modo posible. Las enseñanzas de nuestra vida en Asia nos vinieron que ni pintadas.

Lo que tocaba entonces era empujar y empujar con cada contracción para que la cabecita de Hugo fuese bajando por el canal de parto, y esta fue para mí la parte más lenta y dolorosa, la verdad. 

Cuando por fin nos dijeron que íbamos a paritario eran las 00:20 horas o así. Las contracciones eran cada minuto más o menos y al llegar decidí que prefería parir en la cama que en el potro, en una postura así medio sentada, porque era como me dolía menos y como me resultaba más cómodo (por decir algo, claro, porque cómodo en esos momentos no hay nada de nada). 

Paritorio y expulsivo


La matrona de mis sueños me preguntó si preferíamos la sala a media luz, cosa que me encantó, y así fue como con su ayuda, la de Antonio y dos auxiliares majísimas empujé y empujé durante una hora y pico más, hasta que me dijeron que lo hiciese suave para evitar desgarros. 

En ese momento sentí como una sensación de quemazón muy potente alrededor de todo el periné (es lo que llaman aro de fuego y significaba que la cabecita ya estaba fuera). Después de un par de contracciones y pujos más ya había nacido Hugo, y yo me sentí como una especie de leona o de diosa invencible. Acababa de superar el reto más potente de mi vida, y de verdad que no puedo explicar con palabras la sensación que tuve en ese momento. Tanto es así que expulsé después la placenta casi sin sentirlo (por cierto, vaya cosa desagradable una placenta humana).

Efectivamente, el final de mi parto no fue como de cuento de hadas. No pudieron ponerme a Hugo encima nada más nacer porque tuvieron que aspirarle como nos habían dicho y, de hecho, Antonio lo cogió primero mientras a mí me daban algunos puntos (nunca supe cuántos, pero intuyo que no muchos porque por fuera apenas se notaba la sutura).

Nacimiento de Hugo


Hugo nació a la 01:40 del lunes 20 de agosto de 2018, la fecha más mágica de nuestras vidas, y finalmente pude tenerlo en brazos y disfrutar del contacto piel con piel unos 15 minutos después, cosa que me hizo aterrizar en el presente, porque hasta ese momento no llegué a ser muy consciente de que había sido madre, la verdad.

Para mí el parto fue la experiencia de superación más potente de mi vida, un viaje de autoconocimiento y de crecimiento personal que me transformó por completo y que nos convirtió en lo que somos hoy. Traer al mundo a nuestro hijo supuso el punto de partida de una vida nueva en la que hemos aprendido a superar grandes retos como pareja, a ser más pacientes, mejores personas, a amar incondicionalmente y a vivir la más intensa, agotadora, emocionante y feliz de nuestras aventuras. 

6 de abril de 2017

Reflexiones por el mundo


Quise ver el mundo como es y no como lo nombro.
Quise encontrarme de frente con la niña que me habita.

Vine buscando una razón para liquidar el miedo a matar el tiempo mientras se te va la vida, y esa imprudente manía de enjuiciar sin conocer la diferencia.

Y quiero contarte lo que hasta hoy aprendí.

Cumplida nuestra promesa y nuestro afecto, he conocido el amor sin interferencias, y he aprendido a ser más paciente con todo aquello que tengo sin resolver, que ya es bastante.

He tenido que andar muchos kilómetros para darme cuenta de la importancia de agarrarnos a la vida y detenernos cada poco a contemplar este milagro.

Separar las manos y entre ellas dejar el hueco justo para que el presente quepa. Agruparlo todo aquí y ahora, a pesar de que el futuro y el pasado se asomen, una y otra vez, reclamándonos respuestas.

Porque si no aprendes a darle a la vida
espacio y capacidad para que llegue y hable
y te posea las dos manos,
para que pueda acomodarse y te recuerde
que lo que importa está en ese espacio,
justo entre las dos palmas,
renunciarás a su hueco ilimitado,
y obviarás toda su potencia.

A veces me asalta el temor a olvidarlo nuevamente. Y por eso escribo esto. Para recordarme que el mundo no es lo visto, sino todo lo que existe.

Todo el presente en su infinito transcurso.




18 de mayo de 2016

Si no te vas, no te quejes

Te quedas y te quejas,
sin pararte si quiera a pensar
que es una contradicción
querer hacer y no hacer nada.

Mírate. 
Con esas magulladuras
y ese andar siempre despacio
sin alterar en lo más mínimo la trayectoria.

Te quedas pero te quejas 
de que el primer café siempre es con prisas,
de que se acaba el mes y no llegas,
de que ves poco a los niños...

Te quejas pero te quedas
con el alma amordazada,
los sueños encogidos en la garganta
y ese miedo abrazándote por las noches

Si no te vas, no te quejes, 
porque sabes perfectamente
que el tren el que viajas
viene ya de vuelta.

Y en los regresos no hay futuro.

28 de marzo de 2016

Hijos de la guerra

Ahora sé que el infierno 
está en la tierra, 
en el presente,
en el cielo vacío 
de pájaros blancos,
y en las noches heladas
en las que los hombres
se ven obligados 
a abandonar sus casas, 
a circundar el alambre
con las manos desnudas.

Y caen,
     caen,
        caen... 

Hasta encogerse del todo

y asir la mordaza 
bañada en sangre,
y sentir la presión 
del nudo del llanto
en sus gargantas.  

Y sus hijos hambrientos, 

desubicados en el extremo,
ahogados en la playa
u obligados a doblarse,
a ser en otra parte, 
a caminar sobre el polvo 
para alcanzar la nada,
el desamparo, 
el darse la vuelta 
a las puertas del templo.

Ahora sé que infierno
está en el despacho
del hombre del lobby,
que cada lunes
saca brillo a su misil,
esforzándose 
por aventar las cenizas
de las ilusiones ajenas,
o por hacer llover la metralla 
sobre el cielo,
que ya no es cielo
ni es nada. 



15 de enero de 2016

He aprendido

He aprendido que es la vida la que te va enseñando
quién sí, quién a veces
y quién nunca.

Que la felicidad no es destino si no talante,
y que el amor puede llegar de repente
y arrugarte los esquemas.

Que si tú no construyes tu sueño,
alguien te pagará para que construyas el suyo,
y que el paso del tiempo es implacable,
pero el crecimiento es opcional.

He aprendido que hay amigos
que se convierten de repente en extraños,
que los deseos no cambian nada,
y que las decisiones lo cambian todo.

Que el que lo cree y lo quiere, si lo sigue lo consigue,
y que el dolor es inevitable,
pero la pena es una elección.

Que el para siempre en ocasiones termina,
que si te caes es porque puedes levantarte,
y que el desafío y el riesgo, a veces, son la oportunidad.

He aprendido que la mejor opción es cuidar el presente,
porque ahí es donde vas a vivir
toda la vida.

2 de enero de 2016

20 de octubre de 2015

Personas grises

Existen personas grises, de escasa reflexión moral, que viven bajo un velo envanecido,
opinando siempre y sobre todas las cosas.

       Es una muestra tan amplia
       como la propia clase humana.

Las personas grises, a pesar sus recursos, desarrollan cierta vocación periférica, suburbial,
y se mantienen siempre en esa línea vanidosa y petulante.

      Si tuvieron o no instrucción positiva,
      lo han olvidado.

Sin embargo, las personas grises son incapaces de advertir
las miserias propias.

      Por eso, con frecuencia, son absorbidas por esa desagradable mezquindad,
      ese subproducto chabacano y arrogante. 

Y así, con la vida y a pesar de ella,
las personas grises viven condenadas sin saberlo,
e incapaces de guardar silencio,
envejecen haciéndose notar entre los pliegues mustios de los años.